Sobre la
cultura y el entretenimiento
Podemos convenir que las prácticas culturales
deben ser “entretenidas” aunque la cultura no se limite a entretener.
El filósofo holandés Johan Huizinga (1872-1945) en su magistral obra Homo
Ludens (1938) dedicada al estudio del juego como fenómeno cultural
considera que el juego está en el origen del desarrollo de la cultura. Dice
textualmente en la introducción que "no se trata, para mí, del lugar que
al juego le corresponda entre las demás manifestaciones de la cultura, sino en
qué grado la cultura misma ofrece un
carácter de juego."
El juego como “entretenimiento autotélico” [1]
es la práctica más importante para el desarrollo del ser humano en su etapa
inicial. En la vida adulta el entretenimiento puede ser concebido de tres
maneras:
- Como “pasatiempo”: cuando el tiempo pesa o se percibe como vacío las prácticas de entretenimiento lo transforman en más corto o amable.
- Como “diversión” o esparcimiento: el desarrollo de la dimensión lúdica del ser humano, una de las tres funciones del ocio según Dumazedier[2].
- Como “evasión”: como alejamiento o sustracción temporal de la presión o ansiedad de la realidad cotidiana.
La cultura es una práctica de ocio autotélica
que aporta, además de diversión, otros valores. Se dice que la cultura tiene un
valor intrínseco en el desarrollo personal y comunitario (su función simbólica
y de reflexión compartida sobre la realidad) además de valores extrínsecos como
su capacidad de motorizar el desarrollo económico en sociedades avanzadas.
La
renuncia a la dimensión cultural del tiempo libre
El tiempo libre es el contexto de las
prácticas culturales. Pero la dimensión cultural cada vez está menos presente
en las prácticas de tiempo libre que, en nuestra sociedad tecnológica, cada vez
son más banales, triviales,
insustanciales, basadas en la búsqueda del placer momentáneo conseguido sin
esfuerzo.
La banalidad como nuevo valor de contexto
lleva a la renuncia de la cultura como práctica privilegiada de tiempo libre. Los
gobernantes actuales, instalados en la mayoría absoluta, aprovechan la ocasión
para desactivar a los que fomentan el pensamiento heterodoxo y la reflexión
crítica sobre nuestra realidad social porque, como han expresado repetidamente,
desprecian a los creadores y a las organizaciones culturales.
Si el Estado hace marcha atrás como proveedor
de servicios culturales y las organizaciones culturales que producen y ofrecen
bienes culturales de interés público no pueden ocupar el nicho de oferta que se
genera porque tienen notables dificultades financieras, el mercado está a
disposición de aquellas industrias del ocio que ofrecen contenidos masivos a
bajo coste y sin aportación de valor, que han operado con discreción y en
paralelo a las políticas de democratización cultural y que ahora salen del
armario.
El
riesgo de banalización sutil de la programación cultural
Incluso nosotros mismos, los promotores y
gestores culturales, podemos fomentar inconscientemente la banalización de los
contenidos culturales de nuestras programaciones.
Es obvio que, si somos gestores culturales en el
sector público, cada vez tenemos más presión
para conseguir audiencias y ofrecer programaciones low cost. Si analizamos los contenidos de nuestras
programaciones culturales seguramente constataremos que la capacidad de
captación de audiencias en muchos casos ha predominado sobre el valor formativo
o de desarrollo personal. El servicio que prestamos es público por la
titularidad del proveedor pero no por sus contenidos. Los ajustes económicos
han aumentado el riesgo de banalización de contenidos programados porque en su
selección pesa más el criterio económico que los nutrientes que aportan.
La
banalización aleja a los públicos culturales
Hay una tendencia a la banalización de los
valores dominantes en nuestra sociedad y un desprecio de los gobernantes hacia
la cultura. Los propios gestores culturales, sometidos a altas presiones por la
audiencia y los recortes presupuestarios, colaboramos a la banalización
involuntaria de contenidos para salvar formalmente las programaciones estables.
La banalización de la programación cultural
puede provocar un desencuentro con los públicos de la cultura. Si en las
experiencias culturales no hay fuerza ni emotividad reducen su valor subjetivo
y, por tanto, desactivan la demanda. La oferta permanente y mayoritaria de
programaciones banales generará públicos banales, consumidores de placer
momentáneo y trivial para que ocupe un momento en sus vidas.
¿Qué
podemos hacer?
En primer lugar, ser conscientes de la
tendencia y de su gravedad.
En segundo lugar, si en el ejercicio de
nuestras responsabilidades profesionales debemos tomar decisiones sobre
contenidos, no caer en la trampa de que es más importante el mantenimiento de
la oferta y los hábitos de consumo que la calidad de los contenidos.
En la práctica cultural y artística, además,
siempre debemos apostar por la calidad, el compromiso y empoderamiento de los
públicos. La oferta cultural debe ser divertida y autotélica, pero también debe
aportar valores y nutrientes que ayuden al desarrollo personal y comunitario.
Jaume Colomer
[1] Telos, en griego, significa finalidad. Una práctica autotélica tiene
valor en sí misma, no por sus utilidades derivadas.
[2] El sociólogo Jofre Dumazedier, en su reconocida
obra “Hacia una civilización del ocio” (Barcelona,
Estela, 1968), apunta que las
finalidades del ocio son el descanso, la diversión y el
desarrollo de la formación y la participación social.
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